
Sentirnos orgullosos ante lo que conseguimos con nuestros propios medios es muy comprensible, pero la arrogancia representa, sin embargo, un serio obstáculo en el camino hacia la madurez, hacia la paz interior.
El principal problema que arrastra la arrogancia es que acentúa tan fuertemente el ‘yo’ que puede conducir a una distorsión de la realidad de la surge una falsa identidad, una falsa auto-imagen. Considerarse a uno como superior implica automáticamente una devaluación del prójimo: para llegar a la conclusión de que yo soy encantador, es preciso que considere a los otros (o alguno de ellos) como detestables. Uno se ha situado en una instancia superior, desde la que se siente incapaz de ser como aquel al que condena y considera el ataque (la crítica) contra los ‘inferiores’ como ‘natural’ y ‘justo’.
El arrogante está tan seguro de sus posiciones (o esconde su inseguridad tras esa máscara de altivez) que pierde capacidad de ser crítico consigo mismo y, por tanto, la capacidad de emprender cambios que podrían mejorar su vida. Está tan ocupado en sí mismo, de mantener esa imagen de superioridad que permanece ignorante ante muchas de las cosas que suceden a su alrededor. Así, limita su posibilidad de acercarse a los otros, de verlos tal cual son. La arrogancia es inoportuna e injustificada y, por definición, es injusta: sin justicia hacia los otros y sin justeza hacia uno mismo.
“Concederse más méritos de los que se posee, o vanagloriarse, tontamente, de lo que se puede tener ¿qué puede ser más ridículo que enorgullecerse de la propia estatura, belleza, salud? ¿Y por qué habría de ser más justificado el orgullo por la propia inteligencia o la propia fuerza? ¿Acaso has escogido ser lo que eres? ¿Eres dueño de seguir siéndolo? Un pequeño coágulo en mal lugar y te conviertes de pronto en un estúpido y un invalido. No tendría sentido entonces sentir vergüenza, como tampoco ahora sentirse orgulloso”.
Comte-Sponville